Made in China. El noventa por ciento de los productos que compramos indican esa denominación de origen. Una vez mis hijos, cuando eran niños, me preguntaron si se trataba de una broma. Pero no. cr1
Made in China. El noventa por ciento de los productos que compramos indican esa denominación de origen. Una vez mis hijos, cuando eran niños, me preguntaron si se trataba de una broma. Pero no. cr1
En los años cincuenta, o incluso en los sesenta, la mayoría de los productos eran Made in USA. En aquellos tiempos más o menos dorados, se decía que los americanos eran los mejores fabricando automóviles… y todo lo demás; “no todo lo bueno es americano, pero todo lo americano es bueno”, también se decía.
Pero en los setenta llegaron los autos y los productos electrónicos japoneses, y se hicieron comunes nombres tan ajenos como Sony, Toyota, o Seiko, que desplazaron a los familiares Studebaker, Oldsmobile, RCA Victor, o iral. Después vino un período donde todo parecía hecho en Taiwán, pero eso casi se acabó debido a que la China comunista ha usado su poderío para boicotear los productos de la isla y esta se ha visto obligada, en muchos casos, a renunciar a la marca y cambiar la firma de numerosos productos de exportación por la menos problemática Made in China. De modo que hoy en día los consumidores no siempre podemos distinguir entre los productos chinos de calidad hechos en Taiwán y los de dudosa factura provenientes de la China continental. Algo parecido sucede con Hong Kong.
¿Por qué se han ido las fábricas norteamericanas a China?
Porque la mano de obra es más barata. Esa es la respuesta común. Pero no es cierto. Al menos no del todo. Sí fuera totalmente cierto, Uganda, el país con el salario mínimo más bajo del planeta sería un emporio industrial. O Georgia y Kirguistán, las ex repúblicas soviéticas, que le siguen en la deprimente lista con 5 y 8 centavos la hora respectivamente, o Cuba, que se disputa con Venezuela el quinto lugar entre los salarios mínimos más bajos, con apenas 10 centavos de dólar la hora. En junio pasado, Díaz-Canel anunció un aumento de 5 centavos el día, como si fuera algo del otro mundo. Eso es 0.006 fracciones de centavo la hora.
Lo que un empresario experimentado busca son los costes de producción, y éstos son la suma de otra serie de factores como: una favorable política fiscal y monetaria, bajos aranceles de importación y exportación, transporte barato, un servicio eléctrico confiable y a precios razonables, poca corrupción, estabilidad política, transparencia judicial, y por supuesto, mano de obra calificada y con una buena cultura del trabajo, es decir, capital humano. De nada sirve una mano de obra barata en un país donde el agua y la luz, además de caras, se van sin avisar, donde los obreros están pobremente calificados, o no poseen una ética laboral, donde los sindicatos se convierten en maquinarias de extorsión, los políticos exigen tajadas ilegales, las leyes son cambiantes, los gobiernos inestables, y la sociedad violenta. Hay países donde la mano de obra no vale nada, pero la vida del empresario tampoco.
China ofrece una perversa combinación de incentivos para el inversionista: un gobierno estable, difícil de derrocar porque es una dictadura unipartidista, que a fuerza de represión garantiza una mínima violencia social. Ofrece además beneficios fiscales, y arancelarios, y una clase obrera amaestrada, sin derecho a huelga, o a reclamos de cualquier clase.
Sin embargo, existe un nivel de riesgo para la inversión en este tipo de dictaduras. Como en el fondo el gran empresario nacional es el propio gobierno, cualquier disputa con tus socios chinos es a la larga una disputa con el poder, y en un país sin independencia judicial, los tribunales chinos tienden a la protección de los locales, y aunque puedas acudir a instancias internacionales, la burocracia te empuja a resolver el conflicto a través de mecanismos extrajudiciales.
Otro problema para las firmas renombradas es que la merma en la calidad de sus productos se traduce en una merma de prestigio. China se ha convertido además en una de las mecas de las falsificaciones y adulteraciones. A todo esto, hay que sumar la falta de transparencia informativa, porque sin libertad de expresión resulta imposible ventilar públicamente cualquier disputa, abuso o denuncia.
El aspecto ético
Se suponía que el comercio traería apertura política, pero no ha sido así. Es el occidente democrático el que parece hoy arrinconado por China. El exembajador británico en Vietnam, Antony Stokes, me confesó hace poco que el comercio capitalista ha fortalecido el poder absoluto del partido gobernante en ese otro país comunista. Por cierto, Stokes es actualmente embajador en Cuba.
El comercio debe tener un marco ético. Ninguna actividad humana debería estar excluida de esa regla. Negociar con dictaduras como si no lo fueran es un error moral y táctico. La compraventa de esclavos se hizo en nombre de la libertad de comercio. Por el otro lado, las dictaduras comunistas prometieron liberar al proletariado y terminaron esclavizándolo. La peor amenaza del siglo XXI es la alianza entre los explotadores capitalistas y los explotadores comunistas. El silencio del movimiento obrero internacional con la explotación de los obreros chinos, vietnamitas, o cubanos, es la gran traición de estos tiempos.
¿Cómo hacer para que regresen las empresas?
Compitiendo. No tiene sentido sancionar a las empresas que se van. Hay que devolverles los incentivos fiscales que les ahuyentaron. Hay que liberarlas de la madeja de regulaciones e impuestos solapados que las han ido ahogando. El país tiene que volver a ser competitivo. Sin esas trabas gubernamentales no tendría sentido económico irse tan lejos a fabricar chancletas. El salario sería lo de menos.
Pero esa no es tarea fácil. Lo impiden los ideólogos que han ido sembrando la insensata idea de que bajar los impuestos, sobre todo a las empresas, es favorecer a los ricos; lo impiden algunos sindicatos que actúan como mafias; lo impiden los ecologistas de extrema, que le hacen la guerra total a la industria y el desarrollo, los enemigos de Wall Street, que siguen sin entender que la bolsa no es un símbolo de la élite, sino el sitio donde los obreros pueden convertirse en accionistas; lo impiden la izquierda vegetariana y la derecha carnívora, los políticos gastadores y los votantes indolentes, el inalcanzable techo de la deuda, el imparable gasto gubernamental, y lo impide ahora mismo el maldito coronavirus, que ha venido a acrecentar todos estos males, sobredimensionándolos de un modo impredecible.
De todas maneras, hay un virus peor que el Corona escapando del gran laboratorio ideológico en que se ha convertido China, el de un nuevo tipo de dictadura: mutante, taimada, asesina y contagiosa. ¿Alguien está buscando la vacuna?