Los muchachos quedaban extasiados ante el desfile en blanco y negro de los mismos artistas, que se turnaban los roles de héroes y malvados.
Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión r3u60
Los muchachos quedaban extasiados ante el desfile en blanco y negro de los mismos artistas, que se turnaban los roles de héroes y malvados.
Las aventuras cada tarde en televisión era el instante de viajar a todos los confines de la tierra sin salir de la sala de la casa. Durante esos treinta minutos, las abuelas recuperaban el control y aprovechaban el momento para embutir y bañar a los rebeldes nietos. El barullo se transformaba en dócil manada ante el encanto de aventuras cubanas en pantallas rusas, un paliativo ante la falta de golosinas, juguetes y disfraces.
El héroe principal de aquella media hora vespertina, Erick Kaupp, encubría con nombre de caballero medieval el alma de un niño grande. Este director, guionista y escritor encontró en la fórmula de las “versiones libres” la solución para hacer suyas unas proezas robadas a Dumas y Salgari. Sus libretos lograron hazañas inimaginables para aquellos tiempos: de su mano, el Vizconde de Bragelonne propinó patadas de ninja a diestra y siniestra, el Capitán Nemo descendió del Nautilus segundos antes de su explosión y la exagerada voluptuosidad femenina de Cristina Ovin en el Capitán Tormenta pasó inadvertida para el León de Damasco, el resto de sus amigos y hasta para los desconfiados enemigos.
La licencia artística de que gozaba le permitía colar pinceladas humorísticas en cada entrega, lo que alejaba el tedio de escenas obligadas. Esos gags, a veces repetidos en exceso, no dejaban de ser simpáticos; por el contrario, eran esperados para desahogarnos.
En especial, había uno que cada noche arrancaba la carcajada de todos, adeptos y críticos, censores y defensores. En algún momento del episodio, un solo personaje, de frente a la cámara, impartía órdenes a una tropa invisible:
—Ustedes por allá, los otros por acá y el resto conmigo.
Entonces el “resto” desfilaba ante la pantalla, reducidos a la vieja gorda, el flaco narizón y el anciano enano de siempre.
La economía de extras era suplida con aquel incidente vernáculo que todos disfrutábamos. Los exiguos de la aguerrida tropa llegaron a ser parte inseparable del disfrute de los sueños del héroe.
De cualquier forma, el vencedor siempre era Kaupp, gozaba del respaldo incondicional de los niños que ignoraban las críticas de los adultos al ojo de poliespuma de Polifemo, o el único uniforme de tramoya con que vestían a todos los militares, sin importar que la aventura fuera en Francia, Chipre o el alto Perú.
Lamentablemente un día el Villano de verdad; el de carne, hueso y verdeolivo, deportó a los héroes de siempre y nos intentó ahogar en un inmenso pantano de mambises y españoles. El espacio logró sobrevivir el ensañamiento de Nacho Verdecia y Lola la Capitana, protagonistas incansables que por años discutieron con el general Martínez Campo bajo la sombra del mismo árbol de papier-mâché, con más encuentros ideológicos que cargas al machete. Por suerte fueron vencidos, al final, por Lagardère y Pierrot.
Pero el Villano volvió por sus fueros. Esta vez se valió de un químico premiado con el Nobel del choteo popular: Nivaldo Herrera, que, como especie de Midas, convertía en excretas todo lo que tocaba. El dirigente ideológico del momento llegó con el refuerzo de las inagotables tropas de los Dimitris, Valeris y Sashas, que en nombre del pueblo cercaron el espacio y llenaron las aventuras de humo y cañonazos soviéticos.
El asedio fue largo y agotador; al final el realismo socialista consiguió desangrar la esperanza de los espectadores que prefirieron regresar al patio, a repetir las órdenes del héroe simpático de antes.
Las aventuras en televisión eran las responsables de que los niños de mi generación regresaran a casa arañados, sucios y rogándoles a los padres para que no echaran en la basura las espadas de luz con empuñaduras de oro que para los adultos no pasaban de ser un pedazo de palo, peligrosamente afilado, con el que nos podíamos “sacar un ojo”.