domingo 1  de  junio 2025
RELATO

Crónica de un testamento 5b6f5r

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión r3u60

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

La profesora de Derecho civil se volvió notario, con protocolo propio, su gomígrafo y firma reconocida. También se convirtió en amiga nuestra, salvando la distancia obligada con sus alumnos y dejándonos ver que al final de las clases se cambiaba las ropas oficialistas por las nuestras de inconformes y cazadores de dólares.

La Habana de los 90 fue testigo de cuántas permutas hicimos para camuflar compraventas de casas. Éramos la versión ilegal de unos agentes de bienes raíces que tenían que literalmente huir de las comparecencias notariales justo luego de las firmas y antes de que se repartieran los saldos monetarios pactados entre los propietarios.

En la isla donde “lo que no está prohibido es porque resulta obligatorio” las compraventas de viviendas solo se conseguían mediante complicados tejemanejes de permutas en las que era obligatoria, como mínimo, la participación de tres propietarios y donde, como máximo, podías jugar con los títulos de la ciudad entera.

Pero la profesora también ejercía sus funciones habituales de notario: testamentos, declaraciones juradas, matrimonios y declaratorias de herederos. En su afán por relacionarnos, siempre nos llamaba cuando el cliente era especial y así nos permitía conocer a intelectuales extraordinarios como los increíbles Abilio Estévez y Leonardo Acosta, o los jefes de la mafia de los “moros” Elías Fayad, Levi Farah y el doctor Asseff, o los dueños de “paladares” como Manolo Robaina y Julita la China.

Una tarde me pidió que la acompañara, pero con la condición de que le diera duro al cliente que le reclamaba para hacer un testamento. En el camino me repetía que el tipo le caía mal y no podría demostrárselo mientras le leía la futura distribución de sus pinturas famosas y sus muebles de estilo bien restaurados. Me pedía que hiciera el papel del sobrino imprudente que se atraviesa y tumba la fuente o rompe el adorno.

Roberto Fernández Retamar nos recibió en una vieja y cuidada casona del Vedado, meciéndose en el trono de moda entre los poderosos de la Revolución: un sillón nicaragüense con respaldar tejido. El hombre nos dedicó una larga explicación sobre los motivos que lo llevaban a adelantarse a su muerte, contándonos de la enorme biblioteca que el contador de su padre le dejara como herencia y de lo inútil que fue sentirse dueño de todos aquellos tomos.

Luego comenzó a presumir de los grandes intelectuales intestados que le había tocado sufrir y allí mismo se desató mi lengua, molestándolo con el ejemplo de Dulce María Loynaz, a quien le arrebataron los últimos días de una casa familiar. Retamar me ripostaba que aquella casa perdida era una locura, con escaleras de pasamanos que pinchaban cuando te aferrabas a ellos. Le repliqué que aquellos eran los pasamanos que los Loynaz habían preferido diseñar, los que decidieron usar como un laberinto personal y que tal vez alojaban instrucciones para los intrusos que desconocían los códigos.

Retamar desvió el rumbo como buen dirigente, y empezó a hablar de la dudosa actitud de Dulce María, de amoríos mal vistos o insinuaciones homosexuales que pudieran perjudicarle su estancia en el parnaso de los poetas del patio. Antes que terminara de referirse a un almuerzo inconcluso con Gabriela Mistral le contraataqué con una metedura de pata del momento, que presumía tenía su rúbrica: un romance mal contado que si había provocado revuelos y justificaciones.

Resulta que en un intento por rescatar la figura enamorada del segundo jefe de la expedición del yate Granma, la prensa oficial había publicado un epistolario del mártir con su amante, conocida como Pastorita, la primera dueña de todas las casas que tuvo la revolución y cuyo nombre perdura en los repartos construidos en cada provincia en los años 60. El homenaje a la veta romántica del periodista, que luego de rendirse en el primer combate fue asesinado en Alegría de Pío, no contó con la reacción airada de la viuda e hija de Juan Manuel Márquez, que obligaron al Órgano Oficial del Partido Comunista a publicar una inusual disculpa pública.

Retamar, ya bastante molesto a esas alturas, se lavaba las manos: no había sido consultado, pero al final le había tocado parte de la culpa. Pero eso no era una metedura de pata, se había actuado de buena fe; otras cosas eran peores según él, como la traición intelectual, como Jesús Díaz que desde el viejo continente ahora atacaba a la Revolución, era un perro, un oportunista que había perdió la inspiración y que todo lo que escribía era basura.

La profesora no se pudo abstener y ripostó asegurando que había disfrutado del libro “Palabras Perdidas”, definiéndolo como un fiel retrato de la Universidad de La Habana y la guerra por los postgrados y los viajes; hasta se atrevió a identificar por sus verdaderos nombres a los personajes principales de una obra que, evidentemente, molestaba a Retamar. El barbado flaco de piyamas a rayas se levantó del trono: ¡que le dijeran donde había que firmar para que nos fuéramos de una vez!

Ya en la calle con el testamento bajo el brazo, unos folios donde quedaba claro qué hacer con el Lam que desde la pared de la sala había presenciado nuestra expulsión, mi querida profesora me consolaba: nos echó, pero le pegamos.

La profesora vive hoy en España, trabaja en otra universidad porque la intolerancia le impidió seguir en su querida Habana. Yo repaso en el exilio aquel encuentro casual. Y Retamar ya vive en otra dimensión, quizás partió con el mismo sillón, y desde su nuevo destino sigue meciéndose agitadamente, atacando a los que piensan distinto, a esos que, como nosotros, siempre quiso fuera de su casa, su mansión antigua, aunque remozada y que a veces disfrazaba como si fuera la casa de todas las Américas.

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