Los enfermeros aparecieron a media tarde, justo cuando todos los alumnos permanecíamos en las aulas, sin clases, pero bajo el control absoluto de los maestros.
Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión r3u60
Los enfermeros aparecieron a media tarde, justo cuando todos los alumnos permanecíamos en las aulas, sin clases, pero bajo el control absoluto de los maestros.
A mí se me puso la piel de gallina, encerrado como estaba no podría reeditar la fuga que protagonizara hacia unas semanas, cuando llegaron para inyectarnos con la BCG; una vacuna contra la tuberculosis que además de dolorosa, provocaba erupciones en el brazo y una especie de infección controlada que manchaba uniformes y dejaba cicatrices de por vida.
Yo terminé escondido en El Ferretero, un club de playa nacionalizado por la revolución como Armando Mestre, que quedaba en la otra esquina de la escuela, porque los profesores cometieron el error de formarnos en el patio antes de pasar, uno por uno, a la dirección de la escuela, transformada en sala de tortura; de la que los vacunados salían quejándose y hasta llorando por la experiencia. Me costó semanas de castigo en mi casa, pero había logrado evitar el mal momento que ahora parecía obligado a enfrentar con la nueva llegada de los ‘batiblancos’.
Pero algo raro sucedía esta vez: bajo la vigilancia estricta del profesor Raúl y la “seño” Juana Sotolongo, los enfermeros nos formaron en círculos en el patio y nos repartieron unos vasitos plásticos que llenaban con un líquido blancuso, servido por los sanitarios con unos pomos plásticos de moda porque supuestamente eran para los ciclistas del equipo nacional, pero que, no sé cómo terminaron siendo los pomos de agua que muchos niños llevaban a la escuela.
“No se lo vayan a tragar” repetían una y otra vez mientras nos daban las instrucciones de cómo hacer el enjuague bucal por un minuto, tiempo que sería medido por un enorme cronometro que uno de ellos activaba a la voz de “comiencen”.
Mientras sacudíamos el líquido entre los dientes, con los carrillos inflados a lo Dizzy Gillespie estábamos obligados a escuchar la charla de como la revolución nos había garantizado un tratamiento para evitar las caries, un servicio que solo tenían países desarrollados como la Unión Soviética y hasta Francia y, por cierto, nos podíamos quedar con los vasitos una vez escupiéramos al suelo del patio los restos del enjuague como prueba de que no lo tragamos.
Se convirtió en rutina “embucharnos” y llegamos hasta despreciar el regalo de los vasitos frágiles con que nos engatusaban.
Ya en la secundaria no había buches, pero sí vacunas: llegaban de repente, tomaban la escuela y a pincharnos a todos. A mí la experiencia del enjuague me servía como recurso nemotécnico para acordarme de los elementos de la tabla de Mendeléiev que mi madre me repasaba en el comedor de la casa, haciéndome repetir como un mantra “flúor, cromo, iodo”.
En la distancia mi generación exhibe implantes, caries y espacios vacíos en las dentaduras como prueba de que el tratamiento de primer mundo que nos garantizaron no tenía la efectividad esperada.
Igual pasó con los zapatos ortopédicos, la cosa más fea que algún niño tuvo que calzar para ir a la escuela y que terminaron derrotados por los persistentes juanetes o pies planos.
O las armaduras de yeso con que envolvían los torsos de los niños durante meses para supuestamente corregir defectos de la espalda y que lo único que conseguían eran un sarpullido perenne en medio del calor de las aulas.
Hoy los legisladores de Miami-Dade se pelean por el flúor en el agua potable de la ciudad, a mí se me antoja como un enorme buche, pero esta vez sin vasito y sí con “biles”.
Esperemos que, si quitan el flúor del agua que nos llega a la casa, al menos le bajen el precio al servicio que tanto nos agobia cada tres meses. Porque la promesa de no sufrir caries ya no tiene sentido para mis mandíbulas cansadas.