sábado 7  de  junio 2025
OPINIÓN

La ficción del voto en Venezuela 241i6s

Un análisis minucioso y normativo que plantea reflexiones y tiene en cuenta los dictámenes de la historia 6w1d6h

Diario las Américas | ASDRÚBAL AGUIAR
Por ASDRÚBAL AGUIAR

El cierre del capítulo del 25 de mayo, con su simulación electoral y la constatación de que en Venezuela se asignan las curules parlamentarias a discreción de la dictadura, sin importar votos ni escrutinios – al fin, sólo se trata de simular – y, la subsiguiente convocatoria de unas elecciones municipales en el marco de la destrucción y el cabal desconocimiento de la soberanía popular el 28 de julio de 2024, debería hacer reflexionar a las élites que restan y aún se suman a este teatro del absurdo. Banalizan, sí, el significado del voto como derecho político, es decir, como derecho humano o fundamental.

Una cosa es usar o no usar la fórmula de la votación, como se usa o no a conveniencia y según la circunstancia una protesta de calle para enfrentar una realidad contraria a la vigencia del Estado constitucional y democrático de Derecho; otra distinta es confundir tales acciones materiales con la esencia de lo que es un derecho humano o el ejercicio real de un derecho inherente a lo humano y como expresión de libertad. La consideración no es banal o baladí.

Incluso, discrepando yo desde una perspectiva filosófica con el planteamiento que se hacía y le hacía al mundo político el fallecido Papa Francisco, en cuanto a que el tiempo es superior al espacio, visto que uno y otro son el anverso y reverso de una misma realidad, ito la pertinencia de su razonamiento terrenal: A los políticos, decía, sólo les interesan sus espacios. Donde ejercer el poder – eso creen – y sentirse importantes, así lo hagan humillados y sometidos a quien los manda o financia. Son ajenos al tiempo, pues este les obligaría a impulsar procesos y comprometerse con causas de largo aliento, como las del Bien Común. La Venezuela del 25 de mayo no encontraría mejor radiografía, pero vayamos a lo central.

Si la democracia se redujese a elecciones – a la tarea ingenieril de montar rutinas a las que acude el pueblo como cuando se visita a un casino o una venta de loterías – la democracia quedaría desfigurada, se vería ofendida. Las elecciones son una puerta de entrada a la experiencia de la libertad, es cierto. Mas, no sólo la filosofía política y sus más autorizados exégetas – pienso en Norberto Bobbio y en Luigi Ferrajoli – sino la misma jurisprudencia sobre derechos humanos es conteste en cuanto a que las mayorías votantes, en una verdadera democracia, no bastan para condicionar o limitar el ejercicio de los derechos humanos – como el propio voto – y el deber de sus garantías ni se pueden usar para proveer a la perpetuidad de quienes detentan el poder.

“El proceso democrático requiere de ciertas reglas que limiten el poder de las mayorías…”, impidan el ejercicio del poder a perpetuidad, pues la característica de lo democrático media cuando hay “institucionalización del ejercicio del poder político, sujeto a límites jurídicos y controles”, ha reiterado la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Pues bien, lo primero constatable, en las satrapías que se han hecho del control territorial de algunos espacios en América Latina – Venezuela, en primer orden – para asegurarse la impunidad de sus violaciones generalizadas y sistemáticas de derechos humanos, es que si la elección o las elecciones bastasen, mal se explica que, habiéndose realizado a lo largo del siglo XXI más elecciones que en el pasado siglo XX, en igual proporción se han deteriorado o han desparecido las instituciones democráticas y las de garantía de los derechos. Teóricamente debería ser lo contrario. Así lo hago constar en mi libro Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (Miami, 2018).

Nunca han crecido tanto como ahora, en pleno siglo XXI y a la manera de un fenómeno inflacionario, los catálogos de derechos humanos o fundamentales, o se ha alegado la importancia de defender los derechos del pueblo, mientras que, en paralelo – otra vez Venezuela, Nicaragua y Cuba, para no mencionar a El Salvador – ahora como nunca antes han carecido esos de garantías institucionales, internas e internacionales. Las violaciones sistemáticas de los derechos humanos están a la orden del día.

El teatro de la democracia

Vayamos, pues, a lo central de nuestra consideración sobre el voto. Y lo primero que cabe decir es que el voto, al igual que las otras formas de participación política, como expresiones o manifestaciones de los derechos políticos o del derecho humano a la política o del derecho humano a la democracia, es ficción y se le desfigura en lo que es, cuando se le reducen o le faltan sus elementos vertebradores. Me refiero a los derechos a la libertad de conciencia y de expresión libre, a estar informada cabal y verazmente toda persona, a contar con libertad para asociarse, y para manifestar, al término, para expresar su voluntad sin cortapisas ni hipotecas de ninguna naturaleza como lograr que ella sea respetada.

Esa voluntad se puede vehicular a través de modos diversos, como el acto señalado de votación. Por consiguiente, una elección que no tiene asegurados los extremos sustantivos mencionados, vuelvo al principio, se reduce a un acto de ficción. Se vuelve engaño, es un fraude o estafa. Y, si quien la pone en práctica y para ello hace alianzas con actores distintos que le sirven o son útiles a la trama engañosa, llega a hablar del ejercicio del derecho al voto, incurre en una aporía o falacia. En el caso, ni se está en presencia de un derecho y menos puede ejercerse como derecho lo que no existe y carece de materialidad, incluso menguada.

El voto que se organiza y se realiza v.gr. en Venezuela, ni es un voto ni es ejercicio de derecho alguno. Le faltan sus coadyuvantes necesarios e inexcusables. Por lo que, más grave que coludir con un acto de abierta violación de derechos, como este de la virtualidad de unos comicios, es decir o sostener, amoralmente – como lo ha hecho una respetable académica a quien respeto, sin respetar su dicho o argumentación por deshumanizador de los derechos – que, al haberse ausentado el pueblo de las urnas el pueblo le ha quitado valor a su derecho. Que le ha hecho un daño a la democracia.

Toda persona tiene derecho a ejercer sus derechos, y a hacerlo con total libertad, con garantías o burlando a las alcabalas que buscan violentarlos o limitarlos. Nadie puede renunciar o debe dejar de ejercer sus derechos, pues ello equivaldría tanto como a renunciar cada persona a su naturaleza humana libertaria. Los derechos, más que humanos o derechos humanos, son lo que son, por entendérseles como derechos “del hombre”, es decir, derechos derivados de esa condición, la del varón o la mujer, inherentes a sus humanas e inextinguibles condiciones, así los desconozca el poder o los irrespete por vía de los hechos.

Ahora bien, que el poder organice un teatro de la democracia a la medida, para representar a la ficción de la democracia; que convoque para ello al público a fin de que se haga presente para verla y luego aplaudir, y que, luego, a las puertas del teatro se disponga de una encuesta para preguntarle a esa audiencia sobre si le gustó o no la ejecución, ello no pasa de ser una ficción, y en un teatro. Al término, hasta una buena obra teatral, cuando menos, busca que la gente se haga parte de la escena y hasta suba al escenario imaginariamente, para asegurarse un éxito mayor.

Con esto quiero decir que, la importancia de la masiva votación y la organización concordante de los venezolanos que decidieran, al efecto, acudir a las urnas el 28 de julio de 2024 y elegir a Edmundo González Urrutia como presidente, es que estos dejaron al desnudo al teatro de la ficción electoral, ante todos y ante el mundo. Sin garantías para la libertad, usaron de la libertad como derecho, para revelar la falta palmaria de sus garantías y para llamarnos a todos a ser conscientes de esto. A no aceptar más coludir con el régimen de la mentira.

El voto carece de corporeidad como derecho fuera de la experiencia real de la democracia y de la vigencia de sus instituciones. Que con votos y sin sus garantías reales – reitero, la libertad de expresión e información, la libertad de asociación y de manifestación, y las garantías de control del poder para que no mediatice el ejercicio libre de todo derecho fundamental – puede acaso despacharse a una dictadura, más a una que no cree en el Estado de Derecho y que entiende a los derechos como dádivas concesiones graciosas que ofrece a su discreción, es pastoreo de nubes. Eso debimos aprenderlo los venezolanos a partir de 2015, cuando se le arrancó al poder centralizado dictatorial el espacio de la Asamblea Nacional, con una mayoría calificada. Lo que asímismo vino a corroborar la elección del 28 de julio, cuando se le quitó al régimen la titularidad legítima del Poder Ejecutivo.

Todos saben y sabemos, en conclusión, que nada de lo anterior lo remiendan ejercicios banales como el logro de unas concejalías o alguna gobernación endosada a manos de un opositor falso, todavía más bajo un régimen constitucional, aquí sí cabe la referencia formal, que, a partir de 1999 acabó con las autonomías del estado y los municipios. Sólo sobreviven con las dádivas financieras que les allegue la dictadura. Y a partir de 2020, tales espacios – me refiero a las gobernaciones y las alcaldías – quedaron sujetos, en lo inmediato y jerárquicamente, mediante una “ley constitucional” a la estructura militar operacional de las regiones y las zonas militares que controlan la Fuerza Armada y su Comandante en jefe, Nicolás Maduro Moros.

Fingir el ejercicio de derechos, más que un acto de libertad cosifica la dignidad de la persona humana. Es lo que cabe subrayar, antes que debatir sobre la democracia y el Estado de Derecho formales, pues es aquella, la dignidad humana, el núcleo pétreo de estos y con los que forma una sagrada trinidad.

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