Imagina a un niño que llora porque se ha hecho daño. Su madre o padre se acerca, lo recoge en brazos, le habla con calma, lo consuela. Con el tiempo, ese niño aprende que su malestar tiene sentido, que será escuchado, y que el mundo no es un lugar tan hostil. Ahora piensa en otro niño que llora y escucha un “eso no es nada, deja de llorar”. Puede que se calle, sí, pero también empezará a guardar dentro sus emociones, aprendiendo que mostrar lo que siente no es seguro.
Eso es el apego. Es un sistema innato, diseñado para garantizar la supervivencia, pero que además construye la base de cómo vamos a relacionarnos emocionalmente con los demás y con nosotros mismos. Cuando ese vínculo se da de forma segura, el niño aprende que puede confiar, que sus necesidades serán vistas y atendidas. Y eso se traduce, años más tarde, en adultos capaces de establecer relaciones sanas, de poner límites sin culpa, de pedir ayuda sin sentir que molestan.
Fomentar este tipo de apego no requiere perfección, sino presencia. No se trata de hacerlo todo bien, sino de estar disponibles de forma consistente. A veces, algo tan simple como decir “veo que estás muy frustrado porque no pudiste terminar el dibujo” ayuda más que mil consejos. Lo importante es responder a la emoción, no solo al comportamiento. Detrás de un berrinche o una rabieta casi siempre hay algo más profundo: cansancio, miedo, tristeza. Validar lo que sienten, en lugar de minimizarlo o corregirlo inmediatamente, les ayuda a sentirse comprendidos y seguros.
Otro aspecto clave es la autorregulación del adulto. Cuando un niño se desborda, necesita que el adulto sea su ancla emocional. No siempre es fácil mantener la calma, pero cuando lo logramos, les enseñamos a gestionar también sus propias emociones. Y si un día no lo logramos —porque estamos cansados, nerviosos o sobrepasados—, reparar el vínculo es igual de importante: pedir perdón, explicarnos, reconectar. Decir “no debía haberte gritado, lo siento” es un acto de amor que enseña humildad, confianza y modelo emocional.
También es importante poner palabras a lo que sienten: “te veo triste porque tu amigo no quiso jugar contigo” o “creo que te dio miedo cuando escuchaste ese ruido”.
Nombrar las emociones desde pequeños es el primer paso para entenderlas y manejarlas. Y por supuesto, ofrecer presencia real. Cinco minutos de atención plena, sin pantallas ni interrupciones, valen más que una hora estando “a medias”. En consulta, muchas personas arrastran inseguridades, miedos al abandono o dificultades para conectar con los demás. No son fallos de personalidad, sino huellas de un apego inseguro que no tuvo el sostén necesario. Pero lo esperanzador es que el apego no se fija para siempre. Una relación terapéutica segura, una amistad profunda o incluso una nueva forma de relacionarnos con nuestros hijos pueden ayudarnos a reparar y transformar esos vínculos.
Porque al final, saber que hay alguien ahí cuando lo necesitamos —ya sea a los cinco, a los treinta o a los setenta años— es lo que nos da la seguridad para ser nosotros mismos, explorar el mundo y volver siempre a un lugar donde nos sentimos queridos. Y eso, quizás, sea el mayor regalo que podemos darnos unos a otros.
Violeta Garcia. Psicóloga
IG violeta_garcia_psicologia