La reciente batalla entre la istración Trump y Harvard por la inscripción de estudiantes internacionales se presenta como una lucha contra el antisemitismo o la seguridad nacional. Sin embargo, lo que subyace es una cuestión más estructural, más coherente con la doctrina “America First”: ¿por qué Estados Unidos debe subsidiar la formación académica de miles de extranjeros mientras millones de ciudadanos norteamericanos no acceden a una educación de calidad?
Durante décadas, universidades como Harvard hicieron gala de su internacionalismo. Atraen a los mejores estudiantes del mundo, los forman con recursos estadounidenses —muchas veces públicos o con beneficios fiscales— y luego los despiden nuevamente al mundo, donde muchos terminan fortaleciendo economías rivales o regresando con una formación que podría usarse en contra de los propios intereses de Estados Unidos. No es una cuestión de paranoia ni de cerrar las fronteras, sino de repensar las prioridades: ¿a quién le pertenece realmente el privilegio de la formación universitaria en suelo norteamericano?
La istración Trump podría reformular su posición de manera más clara y sólida. No se trata de un castigo por los disturbios ni de un gesto político para acallar protestas. Se trata de recuperar el sentido estratégico de la educación superior. ¿Por qué un joven estadounidense con bajos recursos, que vive en zonas rurales o en suburbios empobrecidos, tiene menos a Harvard que un estudiante que llega desde China, India o Brasil? ¿Qué lógica sostiene un sistema donde los hijos de obreros norteamericanos son desplazados por candidatos extranjeros, por más brillantes que sean?
No se trata de negar que muchos estudiantes extranjeros aportan riqueza cultural, científica y económica. Pero cuando el sistema se invierte y la excepción se vuelve regla, el resultado es una élite globalista formada con recursos locales, sin ningún compromiso con la nación que los educó. Si a eso se suma que algunas universidades, como Harvard, acumulan reservas financieras multimillonarias, la justificación para recibir fondos públicos o beneficios fiscales se diluye. Que usen sus reservas. Y si no les alcanza, que ajusten como cualquier empresa privada. Si no funciona, que cierren.
La solución no requiere caza de brujas ni enfrentamientos ideológicos. Basta con una regla clara: las universidades deben pedir autorización caso por caso para inscribir estudiantes extranjeros. Cada solicitud debe justificarse en términos de beneficio nacional, no solo académico. Se trata de proteger un recurso estratégico: el conocimiento. Así como la exportación de tecnología militar está regulada, también debe estarlo el comercio internacional de educación de excelencia.
El argumento de que sin estudiantes extranjeros se perderá calidad docente o se irá el talento es exagerado. Estados Unidos es el polo tecnológico, científico y cultural del mundo. Los que quieran enseñar allí, viajarán de todas maneras. Lo demás es desierto. Ahora falta que ese país decida si quiere subsidiar a quienes no pertenecen a su propio pueblo.
Las cosas como son.
Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.